Los años no pasan en vano, las penas siguen en vena.
Puede que la sangre se pueda
helar a 19 grados centígrados, o que el reloj se haya parado a las 19:23. Puede
que aún siga oliendo a vacío y a tierra mojada, que sigan resonando los gritos
de los niños del parque a través de la ventanilla y que lo único que queda
entre tú y yo sea un silencio gélido con olor a despedidas y sabor amargo.
No hay palabras que lo alivien ni
más besos que lo callen, solo esas malditas nubes de recuerdos que se agolpan
en mis párpados y comienzan a dejar caer una extraña precipitación sobre mis
mejillas dejando charcos en los lugares recorridos por tus besos.
Ya no hay más.
Supimos que nada era para siempre
y que pensárselo dos veces antes de saltar significaba no hacerlo. Arriesgamos
y ganamos a partes iguales la recompensa de haber coincidido y haber sido más
que un proyecto. El resto, son sólo daños colaterales inevitables.
Caprichos del egoísmo, el
encontrarte y pensar en ti como algo mínimamente mío, aún estando dispuesta a
dejarte volar en el caso de que quisieras ser libre. Gracias, por lo que digo y
lo que callo, por lo que todo el mundo sabe y lo que a la vez nadie nunca
llegará a conocer. Gracias, por ser la mano que sujetó el asiento de la
bicicleta cuando aún era demasiado torpe para pedalear por mí misma. Hoy sé que
es hora de que aprenda a equilibrarme y a avanzar con la vista al frente sin
miedo a las inevitables caídas.
No estoy dispuesta a mentir, no
serán estas palabras el último testigo de tu recuerdo, pero no quiero que
duelan, ya no.
Aquí las tienes, en el reverso de
la última carta que sellamos con lágrimas y carmín rojo.
Inevitablemente, te quise.