Al borde del acantilado. De espaldas. Preparada para el salto. Vestida únicamente de cicatrices y arañazos que hablaban por sí solos, con el pelo ahogado entre el viento, los ojos de una tarde de lluvia y los labios pintados de mil palabras de perdón que nunca tuvieron
sentido.
Llegó avanzando con paso lento y sinuoso, desde lejos, desde muy lejos, pero no puedo negar que lo vi desde el primer momento.
El ángel más bonito del cielo, y puede que del infierno también. Apartó un mechón de pelo de mi oreja, y como si de una fuente de miel se tratara las palabras brotaron de sus labios a mis oídos, dulces, efímeras y mudas para el resto del mundo, excepto para mí.
Tras llenar un minuto de él, se clavaron en mí sus dos ojos berilos llenos de sol, se desplegaron sus alas, y se marchó. Y no quedamos más que yo, el precipicio y un deseo.
Desplegó sus alas y se marchó. Pero quedó el deseo.
El deseo de que me hubiera gustado poder ser Natura para dominar el aire que se cuela en febrero por el cuello de su camisa y eriza su vello de forma instantánea, Conformarme con ser las gotas que chocan contra su piel una mañana de abril y bañan su cuerpo de mil discretos abrazos, o resignarme a convertirme en los últimos destellos de agosto que cubren de calor su superficie sin llegar a quemar, sin llegar a doler. Pero no, aún estamos en primavera, y abril me ha dejado unas flores abiertas regadas de besos de mayo.
Todas para él.
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